De la selva

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      LA TORTUGA GIGANTE

      Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy

      contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se

      enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo

      podría curarse. El no quería ir porque tenía hermanos chicos a quienes

      daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo

      suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

      -Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso

      quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre

      para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta,

      cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata

      adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

      El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos

      que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

      Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y

      bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas.

      Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco

      minutos una ramadal con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y

      fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el

      viento y la lluvia.

      Había hecho un atado con los cueros de los animales, y los llevaba al

      hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y

      las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes

      como una lata de querosene.

      El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito.

      Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos

      días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre

      enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para

      meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre

      el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero

      el cazador que tenía una gran puntería le apuntó entre los dos ojos, y le

      rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo

      podría servir de alfombra para un cuarto.

      -Ahora-se dijo el hombre-voy a comer tortuga, que es una carne muy

      rica.

      Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la

      cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres

      hilos de carne.

      A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre

      tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó

      la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía

      más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado

      arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y

      pesaba como un hombre.

      La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin

      moverse.

      El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la

      mano sobre el lomo.

      La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó.

      Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.

      Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la

      garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba

      gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque

      tenía mucha fiebre.

      -Voy a morir- dijo el hombre-. Estoy solo, ya no puedo levantarme más,

      y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y

      de sed.

      Y al poco rato la fiebre subió más aun, y perdió el conocimiento.

      Pero la tortuga lo había oído y entendió lo que el cazador decía. Y ella

      pensó entonces:

      -El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me

      curó. Yo lo voy a curar a él ahora.

      Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y

      después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio

      de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de

      sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le

      llevó al hombre para que comiera, El hombre comía sin darse cuenta

      de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no

      conocía a nadie.

      Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada

      vez más ricas para darle al hombre y sentía no poder subirse a los

      árboles para llevarle frutas.

      El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y

      un día recobró el conocimiento, Miró a todos lados, y vio que estaba

      solo pues allí no había más que él y la tortuga; que era un animal. Y

      dijo otra vez en voz alta:

      -Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir

      aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme.

      Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.

      Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que

      antes, y perdió de nuevo el conocimiento.

      Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:

      -Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y

      tengo que llevarlo a Buenos Aires.

      Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas,

      acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó

      bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas

      para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al

      fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió

      entonces el viaje.

      La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche.

      Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y

      atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el

      hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar

      se detenía y deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho

      cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.

      Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre

      enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería

      dormir.

      A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía

      tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua! a

      cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.

      Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más

      cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba

      debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A

      veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre

      recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:

      -Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me

      podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte.

      El creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta

      de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el

      camino.

      Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más.

      Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había

      comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más

      fuerza para nada.

      Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un

      resplandor que iluminaba todo el cielo, y no supo qué era. Se sentía

      cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el

      cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre

      que había sido bueno con ella.

      Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella

      luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir

      cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.

      Pero un ratón de la ciudad-posiblemente el ratoncito Pérez-encontró a

      los dos viajeros moribundos.

      -¡Qué tortuga!-dijo el ratón-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y

      eso que llevas en el lomo, que es? ¿Es leña?

      -No-le respondió con tristeza la tortuga-. Es un hombre.

      -¿Y dónde vas con ese hombre?-añadió el curioso ratón.

      -Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires-respondió la pobre tortuga en

      una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque

      nunca llegaré...

      -¡Ah, zonza, zonza! -dijo riendo el ratoncito-. ¡Nunca vi una tortuga más

      zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá es

      Buenos Aires.

      Al oir esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún

      tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.

      Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico

      vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía

      acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera,

      a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo,

      y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se

      curó en seguida.

      Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había

      hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios no

      quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa,

      que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla

      en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.

      Y asi pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen,

      pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos

      los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.

      El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su

      amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere

      nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.

      LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS

      Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los

      sapos, a los flamencos y a los yacarés, y a los pescados. Los

      pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a

      la orilla del río los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían

      con la cola.

      Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un

      collar de bananas, y fumaban cigarrillos paraguayos. Los sapos se

      habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo; y caminaban

      meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios

      por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.

      Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos

      pies. Además, cada una llevaba colgada como un farolito una

      luciérnaga que se balanceaba.

      Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin

      excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de

      cada víbora. Las víboras coloradas levaban una pollerita de tul

      colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo;

      y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de

      ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.

      Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral que estaban

      vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban

      como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas

      apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como

      locos.

      Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen

      ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos

      estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían

      sabido como adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de

      las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de

      ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas, los

      flamencos se morían de envidia.

      Un flamenco dijo entonces:

      -Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas,

      blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de

      nosotros.

      Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear

      en un almacén del pueblo.

      -¡Tan-tan!- pegaron con las patas.

      -¿Quién es?- respondió el almacenero.

      -Somos los flamencos. ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?

      -No, no hay-contestó el almacenero-. ¿Están locos? En ninguna parte

      va a encontrar medias así.

      Los flamencos fueron entonces a otro almacén.

      -¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?

      El almacenero contestó:

      -¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en

      ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quienes son?

      -Somos los flamencos- respondieron ellos.

      Y el hombre dijo:

      -Entonces son con seguridad flamencos locos.

      Fueron a otro almacén.

      -¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

      El almacenero gritó:

      -¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros

      narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse en

      seguida!

      Y el hombre los echó con la escoba.

      Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes

      los echaban por locos.

      Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de

      los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:

      -¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No

      van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en

      Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi

      cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las

      medias coloradas, blancas y negras.

      Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de

      la lechuza. Y le dijeron:

      -¡Buenas noches lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas,

      blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos

      esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

      -¡Con mucho gusto!- respondió la lechuza-. Esperen un segundo, y

      vuelvo en seguida.

      Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las

      medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral,

      lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había

      cazado.

      -Aquí están las medias- les dijo la lechuza-. No se preocupen de nada,

      sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un

      momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes

      quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van

      entonces a llorar.

      Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué

      gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los

      cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro

      de los cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron

      volando al baile.

      Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos

      les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y

      como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las

      víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas

      medias.

      Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar.

      Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban

      hasta el suelo para ver bien.

      Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban

      la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la

      lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es

      como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban

      sin cesar aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.

      Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron en seguida a las

      ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a

      que los flamencos se cayeran de cansados.

      Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más,

      tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado; En

      seguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron

      bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y

      lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.

      -¡No son medias!- gritaron las víboras-. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han

      engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han

      puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de

      víboras de coral!

      Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban

      descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no

      pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se

      lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a

      mordiscones las medias. Les arrancaron las medias a pedazos,

      enfurecidas, y les mordían también las patas, para que murieran.

      Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro sin que las

      víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin,

      viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los

      dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de

      baile.

      Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos

      iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que

      los habían mordido, eran venenosas.

      Pero los flamencos no murieron, corrieron a echarse al agua, sintiendo

      un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas,

      estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días

      y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían

      siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.

      Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos

      casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando

      de calmar el ardor que sienten en ellas.

      A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por la tierra, para ver

      cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en seguida, y

      corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan

      grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no

      pueden estirarla.

      Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas

      y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y

      se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua,

      no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se

      acerca demasiado a burlarse de ellos.

      EL LORO PELADO

      Había una vez una banda de loros que vivía en el monte.

      De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde

      comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre

      un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.

      Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos

      para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como

      al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones

      los cazaban a tiros.

      Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido

      y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la

      casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía

      más que un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó

      completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba

      estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas en

      la oreja.

      Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del

      jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco

      de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro

      entraba también en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el

      mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.

      Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las

      criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: "¡Buen día. lorito!..."

      "¡Rica la papa!..." "¡Papa para Pedrito!..." Decía otras cosas más que

      no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con

      gran facilidad malas palabras.

      Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una

      porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba

      entonces gritando como un loco.

      Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo

      desean todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su

      five o'clock tea.

      Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia

      salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso

      a volar gritando:

      -"¡Qué lindo día, lorito!... ¡Rica papa!... ¡La pata, Pedrito!..."-y volaba

      lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía

      una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió, siguió volando, hasta

      que se asentó por fin en un árbol a descansar.

      Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas,

      dos luces verdes, como enormes bichos de luz.

      -¿Qué será?-se dijo el loro-. "¡Rica, papa!..." ¿Qué será eso?... "¡Buen

      día, Pedrito!..."

      El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las

      palabras sin ton ni son, y a veces costaba enterderlo. Y como era muy

      curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse. Entonces vio

      que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba

      agachado, mirándolo fijamente.

      Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún

      miedo.

      -¡Buen día, tigre!-le dijo-. "¡La pata, Pedrito!..."

      Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene le respondió:

      -¡Bu-en-día!

      -¡Buen día, tigre! -repitió el loro-. "¡Rica papa!... ¡rica papa!... ¡rica

      papa!..."

      Y decía tantas veces "¡rica papa!" porque ya eran las cuatro de la tarde,

      y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado

      de que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto lo

      convidó al tigre.

      -¡Rico té con leche!- le dijo-. "¡Buen día, Pedrito!..." ¿Quieres tomar té

      con leche conmigo, amigo tigre?

      Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y

      además, como tenía a su vez hambre se quiso comer al pájaro

      hablador. Así que le contestó:

      -¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sordo!

      El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho

      para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto

      que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té con leche

      con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del

      suelo.

      -¡Rica papa, en casa! -repitió, gritando cuanto podía.

      -¡Más cer-ca! ¡No oi-go!-respondió el tigre con su voz ronca.

      El loro se acercó un poco más y dijo:

      -¡Rico té con leche!

      -¡Más cer-ca toda-vía!- repitió el tigre.

      El pobre loro se acercó aun más, y en ese momento el tigre dio un

      terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las

      uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas

      del lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.

      -¡Tomá! - Rugió el tigre-. Andá a tomar té con leche...

      El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía

      volar bien, porque le faltaba la cola que es como el timón de los

      pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los

      pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.

      Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el

      espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo

      que puede darse, todo pelado, todo rabón y temblando de frío. ¿Cómo

      iba a presentarse en el comedor; con esa figura? Voló entonces hasta

      el hueco que había en el tronco de un eucalipto y que era como una

      cueva, y se escondió en el fondo, tiritando de frío y de vergüenza.

      Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:

      -¿Dónde estará Pedrito?- decían. Y llamaban ¡Pedrito! ¡Rica papa,

      Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!

      Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y

      quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos

      creyeron entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a

      llorar.

      Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y

      recordaban también cuánto le gustaba comer pan mojado en té con

      leche. ¡Pobre Pedrito! Nunca más lo verían porque había muerto.

      Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin

      dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse pelado

      como un ratón. De noche bajaba a comer y subía en seguida. De

      madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el

      espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban

      mucho en crecer.

      Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la

      hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si

      nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo

      vieron bien vivo y con lindísimas plumas.

      -¡Pedrito, lorito!- le decían-. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas

      brillantes que tiene el lorito!

      Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía

      tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con

      leche. Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.

      Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana

      siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando como

      un loco. En dos minutos le contó lo que había pasado: Un paseo al

      Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada

      cuento cantando:

      -¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!

      Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.

      El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a comprar

      una piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento

      de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa para tomar la

      escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay.

      Convinieron en que cuando Pedrito viera al Tigre, lo distraería

      charlando, para que el hombre pudiera acercarse despacito con la

      escopeta.

      Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba,

      mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por

      fin sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol

      dos luces verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.

      Entonces el loro se puso a gritar:

      -¡Lindo día!... ¡Rica papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té con

      leche?. ..

      El tigre enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber

      muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esa vez no se

      le escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió

      con su voz ronca:

      -¡Acer-ca-te más! ¡Soy sor-do!

      El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:

      -¡Rico, pan con leche! ... ¡ESTA AL PIE DE ESTE ARBOL ! ...

      Al oír estas últimas palabras, el tigre,lanzó un rugido y se levantó de un

      salto.

      -¿Con quién estás hablando?- bramó-. ¿A quién le has dicho que estoy

      al pie de este árbol?

      -¡A nadie, a nadie!- gritó el loro-. "¡Buen día, Pedrito! ... ¡La pata, lorito!

      ... "

      Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero

      él había dicho: está al pie de este árbol para avisarle al hombre, que se

      iba arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro.

      Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque si

      no, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:

      -"¡Rica papa! ... " ¡ATENCION!

      -¡Más cer-ca aun!- rugió el tigre, agachándose para saltar.

      -¡Rico, té con leche!... ¡CUIDADO VA A SALTAR!

      Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó

      lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también

      en ese mismo instante el hombre, que tenía el cañón de la escopeta

      recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo,

      y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como

      un rayo en el corazón del tigre, que lanzando un bramido que hizo

      temblar el monte entero, cayó muerto.

      Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento,

      porque se había vengado- ¡y bien vengado!- del feísimo animal que le

      había sacado las plumas!

      El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es

      cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor.

      Cuando llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había

      estado tanto tiempo oculto en el hueco del árbol y todos lo felicitaron

      por la hazaña que había hecho.

      Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo

      que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el

      comedor para tomar el té se acercaba siempre a la piel del tigre,

      tendida delante de la estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.

      -¡Rica papa!... -le decía-. ¿Querés té con leche?. ¡La papa para el

      tigre!...

      Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.

      LA GUERRA DE LOS YACARES

      En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el

      hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil.

      Comían pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo

      pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban

      sobre el agua cuando había noches de luna.

      Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras

      dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza

      porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó

      efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que

      dormía a su lado.

      -¡Despiértate!- le dijo-. Hay peligro.

      -¿Qué cosa?- respondió el otro, alarmado.

      -No sé-contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un

      ruido desconocido.

      El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron

      a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la

      cola levantada.

      Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía.

      Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido

      de chas-chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.

      Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?

      Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo

      yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de

      la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de

      repente:

      -¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca

      por la nariz! El agua cae para atrás.

      Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de

      miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:

      -¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!

      Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más

      cerca.